¿Es realmente más seguro llevar casco cuando vamos en bici? La evidencia dice que depende
Daños, hospitalizaciones y muertes de ciclistas podrían haberse evitado, entre otras cosas, si la víctima portara esta protección. Pero cuando aparecen leyes obligatorias al respecto, menos gente quiere ir en bicicleta, por lo que desaparecen parte de los beneficios para la salud pública que trae este modo de transporte. Paradójicamente, también hay riesgos en la seguridad si se decide llevar uno
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En caso de que un cráneo impacte contra el suelo, un bordillo, otro vehículo o cualquier obstáculo robusto, la evidencia científica apunta indudablemente a que, si se lleva un casco, se sufrirán menos daños y probablemente se sobrevivirá a más de una situación letal.
Por ello, las personas que van en moto en España tienen la obligación de portarlo; y a los ciclistas se les recomienda encarecidamente que hagan lo propio. Pero, ¿por qué los peatones no tienen por qué llevar uno? ¿Y por qué no plantear que los pasajeros de coches lo hagan también, teniendo en cuenta que poseen un nada despreciable riesgo de contusiones y traumatismos craneoencefálicos importantes en caso de accidente?
No hay una respuesta clara a las anteriores preguntas, pero en torno a ellas discurre un debate en el mundo ciclista acerca de si es conveniente extender el uso del casco, si hay que forzarlo en ciertas personas y situaciones (menores de 16 años y en vías interurbanas, según la legislación española) o si imponerlo a todos los ciclistas como ocurre en Australia, Nueva Zelanda, Namibia, Argentina, Sudáfrica y algunos estados de Canadá.
Argumentos a favor de usar siempre un casco
Esta prenda debe ceñirse a una homologación europea y estar preparada para cumplir tres funciones, según una recopilación de literatura del Departamento de Transporte de Reino Unido sobre los cascos de bicicleta: reducir la deceleración a la que está expuesto el cráneo y el cerebro en caso de impacto, repartir la zona de impacto a lo largo de su superficie en lugar de concentrarse en un punto concreto, y evitar el contacto directo entre el cráneo y el objeto o lugar con el que impacta.
En las pruebas de homologación, los cascos deben ser capaces de aguantar impactos con un pico de aceleración de hasta 250 g, que es el máximo de fuerza que una cabeza adulta puede soportar sin que llegue a una lesión irreversible, y se ensayan en condiciones que simulan una caída libre en superficie plana y contra un bordillo.
Con estos requisitos, se puede afirmar que los cascos de bicicleta cumplen su labor. La Agencia para la Protección y Promoción de la Salud de Ontario (PHO) recopiló en un documento en agosto de 2015 la literatura científica (57 artículos en total) relativa al impacto de la legislación obligatoria en el uso del casco.
Así, extraen que las legislaciones más exigentes al respecto se asocian a más uso, menos hospitalizaciones, menos lesiones en la cabeza, menos lesiones graves y menos muertes relacionadas con el uso de la bicicleta.
Por ello, las campañas televisivas de promoción del casco en la bici se centran en este mensaje: llevar un casco en un accidente puede suponer la diferencia entre sobrevivir o no.
Una investigación que exploró la rentabilidad del uso obligatorio del casco en Países Bajos, con una población ciclista de 13,5 millones de usuarios, encontró que se podrían reducir 2.942 casos de traumatismo cerebral —la lesión con más mortalidad entre ciclistas que acuden a emergencias— y 46 muertes.
Por su parte, el Balance de siniestralidad vial 2021, publicado por la Dirección General de Tráfico (DGT) de España, revela que ocho de los 31 ciclistas fallecidos en ese año no hacían uso del casco.
Forzar el casco conlleva un menor uso de la bici
Eso sí, los autores del documento de Ontario observan que en las legislaciones donde el casco es obligatorio a todas las edades se percibe un menor empleo de la bicicleta por parte de niños y adolescentes.
“Para conseguir los beneficios para la salud de ir en bici, al tiempo que se evitan impactos negativos —como reducir la participación ciclista—, la implementación de leyes sobre su utilización debería considerarse junto a otros factores, como una infraestructura ciclista segura o educación sobre su uso, para que pueda influir en la eficacia de esta ley, la participación ciclista y la seguridad”, concluye el documento.
Australia y Nueva Zelanda son los países en los que más se ha estudiado cómo ha bajado la participación ciclista después de la aprobación de medidas que obligan a toda su población, independientemente de la edad, a portar un casco. De hecho, Australia fue el primero del mundo en introducir tal legislación, en 1990, mientras que el país kiwi hizo lo propio en 1994.
La última Encuesta nacional sobre la participación ciclista en Australia, que exploró en 2019 el uso de la bici comparado con datos de 1985/86 —esto es, antes de la obligación completa del casco—, es una muestra de esto: un 35,1 % menos de australianos mayores de 9 años usa la bici cada día en comparación con 1985, a pesar de que la población del país ha aumentado un 62 %.
Al igual que el caso de Ontario, la participación ciclista desciende más entre niños y adultos jóvenes, mientras que la población mayor de 40 años que se crió en una época sin esta ley no se ha desanimado tanto a pedalear.
Por su parte, la Autoridad de Seguridad del Transporte Terrestre de Nueva Zelanda estimó con una encuesta que la participación ciclista —en este caso estimaban el número de viajes anuales— cayó un 26 % entre 1989 y 1998, a pesar de que la población de este país creció un 11 % durante este periodo.
A pesar de esto, es fácil entender el beneficio transversal para la salud propia y pública que supone usar más la bici: menor mortalidad asociada por causas que se ‘alejan’ gracias al ejercicio físico, menor riesgo de enfermedades cardiovasculares, reducción de los niveles de contaminación atmosférica, menos accidentes de tráfico, menos mortalidad de ciclistas en accidentes de tráfico, mejora de la salud mental con una reducción de los niveles de estrés percibido y de ansiedad, entre otros efectos que se siguen estudiando.
La ministra española de Transportes, Movilidad y Agenda Urbana, Raquel Sánchez, defendió en la presentación de la Estrategia por la Bicicleta de este país que la bicicleta “no es un medio de transporte más: produce valor para la sociedad en términos de movilidad, habitabilidad, salud, medioambiente, equidad y de sociabilidad. Produce beneficios no solo para los que se desplazan en bicicleta, sino para el resto de la ciudadanía al liberar espacio y reducir la contaminación atmosférica y la emisión de ruidos”.
Por todo lo anterior, que haya menos gente yendo en bici se percibe como algo negativo y si se puede, a evitar. Pero, ¿compensaría el ‘daño colateral’ de reducir el número de ciclistas a cambio de proteger nuestras cabezas? Un estudio de 2012 compara mediante un modelo los beneficios para la salud de llevar un casco frente al aumento de la morbilidad por dejar de hacer ejercicio al no coger la bici.
Así, estima que en aquellos países donde hay buena participación y seguridad ciclista (Países Bajos, Dinamarca y Suecia) una ley de obligatoriedad del casco tendría “un gran impacto negativo no intencionado sobre la salud”; mientras en otras naciones con menos ciclistas “el casco hará poco para que los usuarios se sientan seguros” y una ley en este sentido “puede hacer una pequeña contribución positiva a la salud neta de la sociedad”.
Llevar casco también conlleva riesgos directos
A este debate hay que añadir una paradoja: existen casos en los que el casco expone a riesgos viales e incluso dificulta de manera directa su uso de la bici. Un paper presentado en la Conferencia Nacional de Seguridad Vial de Telford (Reino Unido) de 2019 buscó cómo ha variado la tasa de accidentes en bici por hora de pedaleo o por milla recorrida en países con legislaciones que obligan a una parte o toda la población a llevar cascos de bici (Australia, Nueva Zelanda, Estados Unidos y Canadá) y Reino Unido.
Así, el estudio mostró que cuánto más se usa el casco, más tasa de accidentes ocurre. Esto destaca especialmente en las extremidades superiores: los ciclistas que portan casco muestran más tasa de lesión en esta parte del cuerpo que los que no lo visten.
¿Por qué ocurre esto? No se sabe con seguridad, pero el autor, Colin Clarke, ingeniero mecánico, plantea que puede deberse a la compensación de riesgo (una hipótesis que plantea que los ciclistas que visten un casco serán más propensos a tomar más riesgos y a realizar una conducción más temeraria), desequilibrio causado por la propia protección o problemas de visión periférica por el diseño de algunos de ellos.
Esther Anaya, investigadora de movilidad ciclista y una de las responsables del Observatorio de la Bicicleta Pública en España, explica a SINC la importancia de tener una visión periférica suficiente y cómo el casco podría ser un obstáculo para ello. Así, destaca que la prenda, a pesar de cumplir sus funciones de protección en golpes, “dificulta esa movilidad de cuello y cabeza y, por tanto, esa percepción del ambiente”.
En último lugar, están los estudios de Ian Walker, profesor de Psicología Medioambiental en la Universidad de Surrey (Reino Unido), donde investiga sobre seguridad vial, opciones de viaje, consumo de energía, uso de agua e infraestructura construida. Walker, que mantiene el récord Guinness de la travesía más rápida de Europa en bicicleta, ha generado un importante cuerpo de evidencia dedicado a cómo los conductores efectúan los adelantamientos a ciclistas y qué factores afectan a que se realice de manera más o menos segura.
El primer paper dedicado a este asunto consistió en un experimento en el que él, como autor y sujeto de investigación, analizaba la distancia a la que le adelantaban los vehículos dependiendo de si llevaba casco, su posición en la carretera o si vestía una peluca larga para parecer una mujer vista desde atrás.
Este artículo, publicado en 2007, mostró que los conductores cambian su estrategia de adelantamiento dependiendo de la apariencia del ciclista y que precisamente, cuando vestía casco, los coches adelantaban a una distancia significativamente más corta.
Otra investigación publicada en 2013 reanaliza el set de datos conseguido en el experimento de 2007 para intentar rectificar los resultados del primero (spoiler: no pudieron) y centrarse en el factor del casco de bici. Así, confirmaron que había una asociación entre portar casco y ser adelantado por un vehículo motorizado a una distancia más cercana que cuando no se hacía.
Ponerse (o no) el casco es una decisión política
¿Se le debe exigir lo mismo en prevención de accidentes al vehículo de dos ruedas a pedales que a la caja de metal con airbags, control de tracción y sensores? Para Esther Anaya es evidente que no: “Una cosa es ir metido en una lata, desplazarte con protección, velocidad y ese espacio con ciertos derechos y prioridades que otros no tienen; y otra es desplazarte con el cuerpo al aire, con exposición a la vista y con la desprotección física de una bicicleta o persona que camina”.
Desde su punto de vista, la decisión es individual “según la percepción de riesgo de cada uno”, pero la implicación de hacerlo por ley es política. El debate sobre llevar o no el casco, según la doctora en Investigación en Política Medioambiental, conecta con la pregunta de a quién se le deposita la responsabilidad de la seguridad vial.
En esta controversia, opina, deben incluirse las dinámicas de poder sobre el reparto y uso del espacio vial y en quién se deposita la responsabilidad en caso de accidente. “Aunque a mí no me gusta llamarlos así porque se pueden prevenir”, precisa.
Precisamente, Ian Walker considera que la polémica sobre obligar al uso del casco es una discusión improductiva. “Sugerir que los ciclistas deben comprar y llevar un elemento de protección para permanecer seguros no dista mucho de sugerir que los no fumadores deben comprar y llevar máscaras de gas como solución a ser fumadores pasivos”.
“Ambas acciones ‘funcionan’ técnicamente, pero sitúan toda la responsabilidad —y una carga económica— en el perjudicado no consentidor. En el caso de los cascos de bici, es una ‘solución’ que sirve para mantener un status quo en el que personas que escogen un modo de transporte saludable, limpio y socialmente responsable son sistemáticamente marginalizados en su competición por un limitado espacio público frente a los que escogen usar vehículos motorizados”, concluye.
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