La movilidad europea futura no puede basarse solo en el coche eléctrico

Europa se enfrenta a uno de los mayores retos de su historia: hacer frente a la crisis energética, y de paso, intentar liderar la lucha contra la emergencia climática

La movilidad europea futura no puede basarse solo en el coche eléctrico
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Enric Casulleras Ambrós, Universitat de Vic – Universitat Central de Catalunya

De acuerdo con los datos de la Agencia Internacional de la Energía, las reservas de combustibles fósiles en el subsuelo terrestre pueden alcanzar para treinta o cuarenta años más, contando con que el consumo energético global de la humanidad representa unos 20 teravatios/año. Pero estas reservas no están en suelo europeo y, por lo tanto, la dependencia estratégica de Europa respecto de las importaciones supone una tremenda vulnerabilidad. Por consiguiente, los países europeos no tienen elección: la soberanía energética pasa por adaptarse a producir electricidad por medios propios, es decir, mediante aerogeneradores, parques fotovoltaicos e instalaciones hidroeléctricas, básicamente.

De ello se deriva la necesidad, más que la opción, de repensar la cuestión de la movilidad, e incluye el convencimiento de que la movilidad privada del futuro incluye la incorporación de vehículos eléctricos.

¿Opciones para una movilidad más sostenible?

Sin embargo, múltiples estudios alertan de la imposibilidad física de sustituir completamente el parque de vehículos de combustión interna por vehículos eléctricos. Ni la escasez de materias primas permitiría construir tantas baterías, ni hay en el mundo cobre suficiente para instalar tantos puntos de recarga como se necesitarían para evitar un colapso en las carreteras.

Además, tomando la vida de los coches en su integridad, desde la fabricación hasta el desguace, los eléctricos son tan contaminantes como los de combustión interna.

Pese a todo, el Parlamento Europeo ha aprobado prohibir la fabricación de automóviles de combustión a partir de 2035.

La tecnología del hidrógeno aún está poco madura para ser la solución. Todo apunta, pues, en dirección a que la movilidad privada eléctrica será mucho más reducida que la actual movilidad de coches de combustión: circularán por las carreteras del futuro entre una tercera parte y una sexta parte de los vehículos que hoy lo hacen.

Las consecuencias que ello pueda tener sobre el comercio, el turismo, la industria y la propia logística doméstica son de pronóstico reservado. Frente a este escenario, la única alternativa que parece ahora mismo segura es el transporte público electrificado. Confiar en una solución tecnológica mágica resulta, cuanto menos, sumamente arriesgado.

Si la solución debe venir por la red ferroviaria, el quehacer pendiente es mayúsculo. La actual red es insuficiente, incluso en países con cifras de transporte de mercancías en tren que cuadriplican las españolas. Y, en este sentido, las líneas de alta velocidad dan solo una solución muy parcial. La inversión necesaria, y de gran envergadura, deberá ser en redes de cercanías, que son las que usan a diario millones de trabajadores.

¿Hacia dónde vas, Europa?

El debate está servido. En este momento, la discusión es si la prohibición de fabricar y vender coches de combustión a partir de 2035 se sujeta o no a una moratoria.

En cualquier caso, el siguiente paso será elaborar planes de contingencia que, necesariamente, pasarán por directivas europeas sobre construcción de redes de ferrocarriles. Es perentorio plantearlo, puesto que la escasez de metales y otras materias primas pueden conllevar un aumento de costes que dificulte la realización de las inversiones necesarias.

La crisis energética plantea problemas muy serios, y ni las instituciones europeas ni las españolas pueden mirar hacia otro lado.

A la conmemoración del centenario de la Declaración Schuman, con el que se trazó un horizonte de cooperación para los países europeos y que se celebrará en 2050, las autoridades deberían acudir en transporte público. Con absoluta normalidad.The Conversation

Enric Casulleras Ambrós, Professor del Departament d'Economia i Empresa, Universitat de Vic – Universitat Central de Catalunya

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.

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