Contaminación lumínica: por qué la falta de oscuridad nos sale tan cara
La expansión y el uso inadecuado de la luz eléctrica han hecho que cada día sea más difícil encontrar un lugar donde poder disfrutar de un cielo oscuro y estrellado
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María de los Ángeles Rol de Lama, Universidad de Murcia; Airam Rodríguez, Universidad Autónoma de Madrid; Jaime Zamorano, Universidad Complutense de Madrid; Joaquín Baixeras Almela, Universitat de València; María Ángeles Bonmatí Carrión, Universidad de Murcia y Salvador Bará, Universidade de Santiago de Compostela
Seguro que los lectores de mayor edad recuerdan noches de verano cubiertas de estrellas, con la Vía Láctea cubriendo sus aventuras nocturnas. Sin embargo, la expansión y el uso inadecuado de la luz eléctrica han hecho que cada día sea más difícil encontrar un lugar donde poder disfrutar de un cielo oscuro y estrellado.
Estamos hablando de un problema moderno: la contaminación lumínica, cuya definición más general es “la alteración de los niveles naturales de luz en el exterior debido a fuentes de luz artificial”, aunque actualmente engloba otros aspectos, como comentaremos. Pero empecemos por conocer cómo nos afecta.
Una red para alumbrar mejor
¿Qué problemas causa la contaminación lumínica? Por un lado, entraña un gasto innecesario de energía. Producir luz que no se necesita supone simplemente desperdiciar energía y, por tanto, dinero.
Además, la contaminación lumínica, per se y al margen del gasto de energía que entrañe, causa problemas ecológicos. Sobre todo, porque afecta negativamente a la supervivencia de distintas especies debido a su interferencia en procesos como la orientación, la reproducción o la depredación.
Por si faltaba algo, a nosotros, a los humanos, también nos puede perjudicar con sus efectos negativos sobre la salud.
Evidentemente, la contaminación lumínica también dificulta, y en ocasiones directamente impide, las observaciones astronómicas. Esto es un problema, no solo para los profesionales o amantes de la astronomía, sino que al común de los mortales nos está privando de una parte importante de nuestro patrimonio cultural. No disfrutamos del cielo nocturno estrellado, y hay niños y niñas que ni siquiera lo han podido ver.
Visto lo visto, la contaminación lumínica es un problema poliédrico que requiere un abordaje desde distintas perspectivas. Esto fue precisamente lo que pensamos distintos profesionales cuando fundamos la Red Española de Estudios sobre Contaminación Lumínica (REECL) en el año 2011. En ella participamos especialistas en diversas disciplinas preocupados por la contaminación lumínica: astronomía y astrofísica, física, biología, ecología, fisiología, ingeniería e incluso derecho.
Solo un contexto multidisciplinar permite dar respuestas integrales y proporcionar soluciones a un problema tan complejo como el exceso de luz artificial.
Ceguera astronómica y caos medioambiental
Sin duda, quienes primero llamaron la atención sobre este problema y, a menudo, los más reivindicativos, fueron los astrónomos y los expertos en óptica (la parte de la física que estudia las leyes y los fenómenos de la luz).
Para alguien que observa el cielo durante la noche, el exceso de luz supone, paradójicamente, la ceguera. De hecho, sus efectos adversos sobre las observaciones astronómicas obligan a situar los observatorios profesionales en lugares cada vez más remotos.
En cuanto a los efectos de la contaminación lumínica sobre el medio ambiente, a estas alturas nadie discute que la contaminación lumínica es el elemento más distorsionador de la vida nocturna. Raro es el ser vivo, sea animal o vegetal, que no sufre directa o indirectamente sus consecuencias. Al fin y al cabo, la mayoría de los seres vivos han evolucionado bajo un régimen más o menos constante de ciclos de luz y oscuridad (día y noche).
La introducción de luz artificial ha hecho que muchos organismos perciban erróneamente esa luz como una señal que en condiciones naturales desencadena o frena procesos cruciales de su ciclo vital. Claros ejemplos de la amenaza que supone la contaminación lumínica para la biodiversidad son la mortalidad de aves marinas durante sus primeros vuelos hacia el mar o la alteración en cascada de las cadenas tróficas y el funcionamiento de los ecosistemas.
La REECL lleva años apoyando estudios sobre el asunto y cuenta con expertos en la materia: desde investigadores cuyo campo se centra en los insectos hasta expertos en aves marinas.
Sin oscuridad nocturna, enfermamos más
No menos importante que lo anterior es el efecto que la luz a deshoras y la contaminación lumínica tienen sobre la salud. Los especialistas en fisiología, concretamente en cronobiología, saben que la luz nocturna puede retrasar el sueño, producir insomnio y desencadenar alteraciones del ánimo o metabólicas, como la diabetes u obesidad. Incluso se relaciona con el riesgo de sufrir algunos tipos de cáncer.
¿Pero por qué somos los cronobiólogos quienes nos ocupamos de esta parte? Pues porque los efectos nocivos de la luz nocturna sobre nuestra salud tienen que ver con la “confusión” que esta produce sobre nuestro reloj interno… En efecto, contamos con un reloj biológico, localizado en una pequeña porción escondida de nuestro cerebro (concretamente, en los núcleos supraquiasmáticos) que se encarga de sincronizar los procesos fisiológicos para que nuestro organismo funcione lo mejor posible a lo largo del día y de la noche. Solo tiene un pequeño “fallo”, y es que necesita ponerse en hora cada día, porque tiende a retrasarse.
Es precisamente la transición diaria entre la luz del día y la oscuridad de la noche la encargada de este reinicio diario. Hablamos de un ciclo que, obviamente, se ha producido de forma inexorable desde hace de millones de años, hasta que, ¡exacto!, llegó la luz eléctrica. Y con ella, el deterioro de ese bien preciado que es la oscuridad nocturna.
Por eso es tan importante que los cronobiólogos estudien cómo afecta la contaminación lumínica a los ritmos circadianos, es decir, a las variables fisiológicas que se repiten aproximadamente cada 24 horas, como el propio ciclo sueño-vigilia, la temperatura corporal o la secreción de hormonas como la melatonina y el cortisol.
En otras palabras, su papel es concretar qué pasa con ese fenómeno cíclico de luz-oscuridad cuando la oscuridad es cada vez “menos oscura” y más corta y, simultáneamente, el día es cada vez menos luminoso por el largo tiempo que pasamos en interiores sin apenas luz natural.
No se trata de apagar (que también), sino de encender mejor
En la REECL tenemos claro que la noche, en algunas circunstancias, hay que iluminarla. Y precisamente los estudios que surgen en este contexto de colaboración multidisciplinar pretenden ayudar a alumbrar solo aquello que sea necesario mediante una iluminación responsable que minimice los perjuicios sobre el cielo estrellado, el medio ambiente y la salud.
Es importante no olvidar que la luz artificial exterior en horas nocturnas es un agente contaminante. Toda la luz, no sólo la “innecesaria” o “excesiva”. Gestionémosla como tal.
Quizás hacerlo nos permita rescatar del recuerdo la Vía Láctea para que pueda formar parte de nuestro legado al patrimonio cultural de los que nos sucederán.
María de los Ángeles Rol de Lama, Catedrática de Universidad. Codirectora del Laboratorio de Cronobiología. IMIB-Arrixaca. CIBERFES., Universidad de Murcia; Airam Rodríguez, Profesor del Departamento de Ecología, Universidad Autónoma de Madrid; Jaime Zamorano, Catedrático del Departamento de Astrofísica y Ciencias de la Atmósfera, Universidad Complutense de Madrid; Joaquín Baixeras Almela, Associate professor, Universitat de València; María Ángeles Bonmatí Carrión, Investigadora postdoctoral CIBERFES y profesora asociada UMU, Universidad de Murcia y Salvador Bará, Profesor Titular del Área de Óptica. Departamento de Física Aplicada, Universidade de Santiago de Compostela
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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