Cuando secretos de estado y espionaje chocan contra los derechos fundamentales

La “razón de estado” pesa sobremanera, y suele imponerse a los derechos individuales

Cuando secretos de estado y espionaje chocan contra los derechos fundamentales

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José Luis González Cussac, Universitat de València

En todos los estados democráticos de derecho se plantea desde siempre una compleja cuestión: delimitar las funciones, límites, controles y garantías en la actuación de los servicios de inteligencia. Es decir, se plantea el desafío de compatibilizar las exigencias de publicidad, transparencia, libertad de información y expresión con el secreto de Estado. Y también la exigencia de mantener el estándar mínimo de ejercicio y tutela de los derechos fundamentales, pero sin que ello comporte debilitar las necesidades de seguridad.

La solución no es sencilla, ni unívoca. El reto es mayúsculo. Los avances hacia un equilibrio aceptable son escasos. La “razón de estado” pesa sobremanera, y suele imponerse a los derechos individuales. Así, la balanza suele decantarse a favor de la difusa categoría de seguridad nacional que exige sacrificios en libertades, derechos y garantías constitucionales. No olvidemos que hablamos del núcleo del poder, de la soberanía, del dominio, de los últimos recursos de las decisiones políticas domésticas e internacionales.

Aun así, con todas estas dificultades, debilidades e imperfecciones, me siento afortunado por poder abordar estas cuestiones. Los súbditos de estados autoritarios ni siquiera pueden pensar en estos problemas.

La categoría de estado democrático de derecho permite graduarla. Por tanto, en su seno caben diferentes estadios de desarrollo. Precisamente en este campo encontramos un excelente termómetro para medir la profundidad de la cultura democrática y de sometimiento de todos a las leyes. De controles materiales y reales, frente a controles aparentes o meramente formales.

El control sobre el espionaje

Indudablemente, en las últimas décadas se ha avanzado hacia regulaciones más específicas, posibilitando una mejora de los diferentes controles sobre los servicios de inteligencia. Se aprecia tanto en los controles internos (gubernamentales), como en los externos: parlamentario, judicial, defensor del pueblo o de otra clase de autoridades independientes. También del control ejercido por la opinión pública a través de los medios de comunicación y de las investigaciones académicas.

Sin embargo, el balance comienza a oscurecerse por varias razones. Los gobiernos de los países democráticos advierten que, en un mundo global, persiste la existencia de variopintas clases de enemigos, adversarios y competidores. No todos actúan sujetos a exigencias democráticas. Unos siguen siendo estados, otros son corporaciones, grupos terroristas u organizaciones criminales transnacionales. Aquí reside la primera “excusa” de nuestros gobiernos para mantener, e incluso aumentar, la clasificación de informaciones y justificar actuaciones cuanto menos altamente dudosas con las exigencias constitucionales.

La segunda se apoya en la desenfrenada expansión de la categoría de “seguridad nacional”, tan difusa como creciente y líquida. Esta expansión, anudada a la idea de riesgo, defensa preventiva y anticipación, posibilita a los estados ampliar sus intervenciones, dentro y fuera de sus fronteras, casi sin limitación alguna.

Pero a las dos razones anteriores se añade una determinante: la obsolescencia de unos controles diseñados en y para la “era analógica”. En la actualidad, aquellos controles resultan abiertamente insuficientes y hasta anacrónicos. Esta idea se repite en los diferentes informes emitidos dentro del área mundial más sensibilizada y avanzada en la necesidad de caminar hacia la transición de todos los derechos humanos a la “era digital”. Me refiero especialmente a los precisos estudios del Parlamento de la UE.

Las denuncias de intromisiones ilimitadas, la “vigilancia por defecto”, se remontan a los ya superados tecnológicamente programas ECHELON o PRISM, donde se encendieron las alarmas de un nuevo “autoritarismo digital”. Pero el reciente informe de mayo de 2022 del Parlamento, apoyado a su vez en las Observaciones Preliminares formuladas este mismo febrero por el Supervisor Europeo de Protección de Datos sobre el spyware moderno y en particular sobre el programa Pegasus, resulta demoledor.

Una definición poco precisa de “seguridad nacional”

Estos informes reiteran que, en la mayoría de los estados analizados, la definición tan nebulosa de “seguridad nacional” no satisface las exigencias mínimas de seguridad jurídica. Tampoco pueden garantizar una actuación de los gobiernos y de sus servicios completamente a resguardo de arbitrariedades. Incluso denuncian un insuficiente funcionamiento real de los controles, en particular el ejercido por el poder judicial, que sufre variados obstáculos.

Puede decirse que se trata de las ya clásicas preocupaciones en torno a los arcani imperi (término acuñado por para referirse a los secretos de estado y del gobierno imperial). Ahora bien, la irrupción de programas como Pegasus comporta un extraordinario salto hacia delante. Porque su potencialidad de intromisión en los derechos fundamentales anudados a la privacidad puede comportar su total anulación, tal como los conocemos hasta ahora. Pero, por si esto fuera poco, el citado virus informático igualmente alcanza al contenido esencial de otros derechos, libertades y garantías fundamentales. El estudio refiere las de expresión, información y hasta derechos procesales básicos relativos al derecho a un proceso debido.

El examen no puede dejarnos indiferentes. Muchos de nuestros gobiernos manejan programas que toman el control total de nuestros dispositivos de telecomunicaciones, lo hacen clandestinamente y dificultando seriamente la mera posibilidad, no ya de evitarlo, sino de hasta poder demostrarlo a posteriori. Tampoco queda suficientemente claro dónde se ubican físicamente esos datos y quiénes tienen acceso a toda la información capturada o manipulada ¿Qué juez puede controlar el alcance de esta clase de intromisión?

Tal vez su uso esté justificado muy excepcionalmente por amenazas graves e inminentes. Y tal vez satisfagan las exigencias legales pensadas para la era analógica. Pero lo cierto es que las herramientas de espionaje pertenecen ya a otra época, la era digital. Y el derecho vigente ha quedado obsoleto para desempeñar su función de garantía.The Conversation

José Luis González Cussac, Catedrático de Derecho Penal, Universitat de València

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.

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