40 años de las masacres de Sabra y Chatila: ¿Qué hemos aprendido?
Se cumplen 40 años de una catástrofe
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Antonio Basallote Marín, Universidad de Sevilla
Se cumplen 40 años de una catástrofe que no fue precisamente fenómeno de la naturaleza, sino que se realizó por obra y gracia de otros seres humanos, congéneres con nombres y apellidos amparados por instituciones estatales de Israel y fuerzas paramilitares de El Líbano, que han quedado impunes.
Aquellas masacres contra la población palestina refugiada en Beirut, calificadas por la Asamblea General de la ONU como “actos de genocidio”, fueron perpetradas por las milicias de la ultraderecha libanesa en connivencia con el ejército israelí durante los días 16, 17 y 18 de septiembre de 1982. El general israelí y sionista Ariel Sharon, ministro de Defensa y comandante de la operación, que a la postre se convertiría en primer ministro (entre 2001 y 2005), era el responsable de la supervisión de los campos de refugiados.
Fue en el contexto de la desgarradora guerra civil libanesa (1975-1990), que había sumergido un país de estructuras institucionales y equilibrios confesionales precarios en un auténtico calvario, cuando el Estado israelí decidió intervenir para darle el golpe de gracia. Ahora bien, esta vez sí, la sociedad israelí se percató de que se trataba de una guerra ofensiva, movilizándose por primera vez de manera masiva contra la invasión.
Contexto histórico de un genocidio
En 1970, la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) se había instalado en Beirut y, desde el sur, llevó a cabo algunos ataques contra territorio israelí a la vez que Israel solía bombardear dicha zona. Sin embargo, años antes de la invasión israelí, ambas partes habían firmado una tregua que proporcionó a Israel una de las situaciones más estables en la última década, ya que la OLP respetó el alto el fuego, tal y como sostiene el historiador sionista Benny Morris.
En palabras del reconocido investigador israelí: “(Ariel) Sharon y (Menahem) Begin tenían un objetivo (…): la destrucción de la OLP y su expulsión de El Líbano. Pensaban que, una vez que se hubiese aplastado a la organización, Israel tendría mucha más mano libre para determinar el futuro de Cisjordania y la Franja de Gaza” (territorios palestinos ocupados ilegalmente desde junio de 1967). Así, en junio de 1982, el gobierno de Begin utilizó como pretexto para la invasión un atentado contra el embajador israelí en el Reino Unido, a pesar de que fue cometido por un grupo enemigo de la OLP y de que esta organización había expresado su condena por el intento de asesinato. De esta manera, Israel justificó la ruptura el alto el fuego, comenzando una invasión a gran escala de El Líbano. La fatídica operación fue denominada cínica y fraudulentamente por los generales como ‘Paz para Galilea’“.
Objetivo: aniquilar a la OLP
El objetivo israelí era, como dijo Benny Morris, "aniquilar a la OLP” y debilitarla al mismo tiempo en los territorios ocupados, donde venía creciendo en popularidad. Por primera vez, como decíamos, la invasión suscitó una considerable reticencia entre la sociedad israelí, surgiendo, por ejemplo, un Comité Contra la Guerra en Líbano, que en la primera manifestación aglutinó a unas 20 000 personas y que, jornadas después, junto con Paz Ahora, reunía a unas 100 000 personas contra la guerra.
Esta presión interna del campo de la paz y la mediación estadounidense propiciaron un alto el fuego entre las partes el 21 de agosto de 1982.
Por el acuerdo, además, se permitió la evacuación de los milicianos palestinos bajo la supervisión de las potencias occidentales y garantizando la seguridad de los refugiados y los civiles que vivían en los campamentos de refugiados.
Sin embargo, fueron muchos, incluidos Yasir Arafat y el primer ministro de El Líbano, Shafik al-Wazzan, quienes advirtieron del peligro que correrían los civiles si se les abandonaba, trasladando a la comunidad internacional el pavor y la inquietud de los refugiados ante una eventual incursión del ejército israelí y las milicias falangistas libanesas, como de hecho ocurrió jornadas más tarde, cuando los observadores internacionales abandonaron la ciudad.
El jefe del Estado Mayor, Raphael Eitan ordenó a las tropas israelíes permanecer rodeando el este de Beirut y animó a la Falange cristiana libanesa a entrar en los campos de refugiados palestinos para “limpiar” de guerrilleros que supuestamente podrían haber quedado escondidos.
Así, desde la tarde del 16 de septiembre de 1982 hasta la mañana del 18 del mismo mes, las milicias de la Falange, amparadas por los altos mandos del ejército israelí, cometieron una cruenta masacre en los campos de refugiados de Sabra y Chatila.
Ejecutados a sangre fría
Entre 800 (según cifras de los servicios secretos israelíes y de una investigación de la BBC) y 3 500 personas refugiadas (cifras de la Cruz Roja libanesa, del informe de la ONG palestina PCR y de la investigación del periodista israelí periodista del Le Monde Diplomatique, Amnon Kapeliouk) fueron ejecutadas a sangre fría, muchas de ellas torturadas. Buena parte de esas personas eran mayores de edad, mujeres, niños y niñas. El horror en detalle fue documentado y publicado por periodistas internacionales y numerosas organizaciones.
En el ámbito cultural, la memoria de aquel acto genocida permanece indeleble en la literatura gracias a la obra Cuatro horas en Chatila, del escritor francés Jean Genet, quien como testigo de aquella barbarie relata de forma estremecedora el laberinto de cadáveres salvajemente torturados y ejecutados.
Asimismo, en el plano cinematográfico, tenemos la película documental de Ari Folman, Vals con Bachir (2008), un israelí que partició como soldado en esos momentos, o el documental de Carlos Lapeña (2005), basado en la obra de Genet y titulado con el mismo nombre que su libro.
¿Cuál fue el aprendizaje?
A pesar de la concreción de responsabilidades, directas e indirectas, de toda la evidencia constatada en distintas investigaciones (periodísticas, académicas y criminales) y de la conclusión de que aquella masacre había sido un acto de genocidio, los responsables resultaron impunes. Incluso a pesar de la comisión interna israelí (la Comisión Kahan), que reconocía la responsabilidad del ejército de Israel, aunque fuera indirectamente.
Ni siquiera un año después, cuando aquellas investigaciones y los cientos de testimonios fueran corroborados por una nueva comisión encabezada por el Premio Nobel de la Paz, Seán MacBride, a la sazón asistente del secretario general de la ONU y presidente de la Asamblea General de las Naciones Unidas, sirvieron para que la comunidad internacional actuase con firmeza ante Israel. Ni de manera unilateral, ni en conjunto. Ni el Consejo de Seguridad de la ONU, con el veto protector de los EE. UU., ni la UE, ni tan siquiera la Liga Árabe, alzaron la voz.
Antonio Basallote Marín, Profesor de Estudios Árabes e Islámicos, Universidad de Sevilla
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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